Sarmiento y la veta olvidada: cuando el maestro soñó con la minería
- 17 de septiembre, 2025
Hay un Sarmiento menos explorado, más sorprendente: el que se dejó seducir por la utopía de convertir a la minería en motor del progreso argentino.
Por Carlos Campana
Hay personajes que parecen agotados de tanto repetirse en los manuales escolares. Domingo Faustino Sarmiento suele aparecer allí, rígido, con la pluma en la mano o en el sillón presidencial, cargado de citas que se leen de memoria.
Pero hay un Sarmiento menos explorado, más humano y sorprendente: el que se dejó seducir por los socavones de la montaña, por el brillo del oro y por la utopía de convertir a la minería en motor del progreso argentino.
Sí, el sanjuanino que enseñó a leer a medio país también soñó con túneles, vetas y fundiciones. Y ese costado, casi escondido en los archivos, nos devuelve la imagen de un Sarmiento que no se conformaba con sembrar escuelas: también quería excavar futuro.
Un niño entre vetas y leyendas
La región de Cuyo, conformada por las provincias de Mendoza, San Luis y San Juan, poseen en sus entrañas una tradición minera que se remonta a fines del siglo XVII.
Fue por aquellos tiempos que San Juan, tierra natal de Sarmiento, inició la explotación de oro y plata en Calingasta, cobre en Iglesia, vetas en Marayes y socavones dispersos por la precordillera. Era imposible crecer allí sin escuchar, en cada esquina, historias de fortunas enterradas a la que el 'Maestro de América' convivió desde muy niño.
En Recuerdos de Provincia (1850), Sarmiento evocó esa mitología minera: "Las minas de oro y plata de mi tierra han tentado desde siempre al hombre. Pocos perseveran, muchos sueñan. Pero en esos sueños está el germen de la riqueza futura".
Esos relatos infantiles lo marcaron. Aprendió que la montaña era promesa, pero también espejismo. Y como todo en su vida, la tensión entre ilusión y realidad lo acompañaría siempre.
Sarmiento, exiliado y lejos de San Juan
Sarmiento, el minero de Copiapó que soñó con el progreso. Pero pocos imaginan a Domingo Faustino Sarmiento -el maestro, el presidente, el militar, el hombre de las letras- vestido con ropa de trabajo, cubierto de polvo y sudor en el interior de una mina chilena.
Sin embargo, en 1835, el joven sanjuanino, de apenas 24 años, se ganaba la vida en trabajando en un establecimiento de Copiapó, epicentro de la fiebre del cobre y la plata en el norte de Chile.
La región bullía de aventureros, empresarios y obreros que, atraídos por las vetas del desierto, buscaban fortuna. Allí llegó Sarmiento, exiliado y con la necesidad de sostenerse lejos de su San Juan natal. Fue ayudante en la Placilla, aprendiendo a lidiar con la dureza del socavón, con la penumbra interminable y con el martilleo constante de los mineros. La experiencia lo marcó profundamente.
En Recuerdos de Provincia, evocaría con cierta ironía aquellos días, donde el maestro se convirtió en peón de mina. Pero lejos de resignarse, Sarmiento observaba, anotaba, comparaba. Veía en la minería un símbolo del progreso, un engranaje que podía transformar economías enteras si se sumaba la educación y la técnica.
En esas galerías oscuras descubrió no sólo el esfuerzo del trabajo manual, sino también la brecha social: patrones enriquecidos, obreros exhaustos. Esa mirada crítica, forjada entre vetas de plata y cobre, lo acompañaría luego en sus escritos y proyectos políticos.
La fiebre californiana vista desde Chile
En 1847, el joven educador estaba exiliado por segunda vez en Chile, cuando llegaron noticias del hallazgo de oro en California. Lo que para muchos fue un dato más, en él encendió la chispa. Vio cómo cientos de chilenos vendían sus pertenencias, subían a los barcos y partían hacia San Francisco en busca de fortuna.
Desde su tribuna en el diario El Progreso, Sarmiento escribió artículos que hoy suenan proféticos. No se detenía tanto en la riqueza fácil como en las transformaciones sociales que la minería podía traer: California es hoy una escuela. Allí la barbarie se disuelve ante el trabajo febril. Allí el que cava aprende también a vivir bajo nuevas leyes".
Su mirada era moderna: comprendía que la minería no solo movía capitales, sino que aceleraba instituciones, caminos, puertos y formas de convivencia. Una visión que muchos de sus contemporáneos no alcanzaban a dimensionar.
El presidente que quiso geólogos
Ya en la presidencia (1868-1874), Sarmiento no se olvidó de esas intuiciones. Promovió relevamientos geológicos en Cuyo y el noroeste. En 1870 creó la Oficina de Estadística Minera y alentó la llegada de ingenieros europeos. Su convicción era clara: la minería debía ser la tercera pata del desarrollo, junto con la educación y el ferrocarril.
Un dato casi inédito emerge de la correspondencia privada. En una carta dirigida a Nicolás Avellaneda, fechada en 1869, Sarmiento sugería enviar jóvenes argentinos a estudiar a la Real Academia de Minas de Freiberg, en Sajonia. "Allí -escribía- aprenderán no solo el arte de arrancar metales, sino el de hacer de ellos la riqueza de las naciones".
Aunque el proyecto quedó en papel, revela la amplitud de su mirada: un país que podía formar ingenieros mineros del mismo nivel que Alemania, y no limitarse al modelo agroexportador.
El enigma de la mina La Brea
En los archivos de San Juan sobrevive un episodio curioso. En 1872, ya como presidente, Sarmiento alentó un pequeño emprendimiento privado en la mina La Brea, ubicada en las sierras de Zonda. Los estudios demostraron cierta riqueza, pero la falta de tecnología y de capital hizo fracasar el intento.
¿Por qué interesó a Sarmiento una mina de explotación tan limitada? Porque veía en ella un laboratorio, un ensayo de cómo el Estado podía estimular la inversión sin comprometer fondos públicos. Fue, si se quiere, un experimento temprano de "asociación público-privada".
Entre utopía y modernidad
En sus discursos de 1871, Sarmiento dejaba en claro su visión: "No basta sembrar trigo: hay que forjar hierro". Soñaba con altos hornos en San Juan, con fundiciones en La Rioja, con un país que no se limitara a exportar materias primas. Sabía que detrás de cada veta había no solo oro, sino caminos, poblaciones, escuelas. La minería, en su concepción, era civilización aplicada a la montaña.
Sin embargo, la realidad lo golpeó. Las limitaciones tecnológicas, la falta de capitales locales y la prioridad que se dio al modelo agroexportador terminaron relegando su proyecto minero.
El legado invisible
Aun así, la semilla quedó. Gracias a su impulso, en 1889 se fundó en San Juan la Escuela de Minas de la Nación, precursora de la actual Facultad de Ingeniería de la UNSJ. Fue el reconocimiento póstumo a aquel niño que, entre cuentos de vetas y socavones, había soñado con un futuro distinto para su provincia.
Generaciones de técnicos formados allí participarían luego en la explotación de cobre, plomo y oro en la cordillera. El eco de Sarmiento estaba presente, aunque la historia oficial lo recordara más por sus escuelas que por sus túneles.
Mirar a Sarmiento desde esta veta es encontrar un personaje menos solemne y más audaz. El maestro que enseñó a leer también quiso enseñar a cavar. El estadista que tendió ferrocarriles también pensó en minas.
No se trata de inventar un Sarmiento minero, sino de recuperar un costado real pero olvidado, que la historiografía académica ha relegado. Quizás porque resulta más cómodo ubicarlo en la superficie de los libros que en las profundidades de la tierra.
Pero si algo define a Sarmiento es su capacidad de soñar. Y en ese sueño -a veces frustrado, a veces visionario- de una Argentina minera, hay un capítulo de nuestra historia que todavía espera ser excavado.
Ciudadano.news