[caption id="attachment_12246" align="aligncenter" width="300"] Sierra Grande, Río Negro: 4-7-18 Mina de hierro de la empresa china MCC
foto: Fabián Gastiarena/ enviado especial[/caption]
Llegaron al país a partir de 2011 como empleados de una minera. Pero el sueño de prosperidad se derrumbó
Por Claudio Andrade
En la bien provista cocina de una Sala de Usos Múltiples (SUM) el chef chino Li Huiyan (42), hace malabares con un cuchillo mientras corta delicadas franjas de repollo. Corre hacia un wok y de allí a la masa de pastas que acaba de airear. Prepara en silencio, con intensidad y sin nerviosismo, el alimento para sus compatriotas que llegarán en exactamente una hora y 15 minutos. Son las 16 y la gente "cena" a partir de las cinco de la tarde. Ellos también, comerán entre sonrisas suaves y murmullos el milenario menú. Huele tentador.
Afuera no es China sino la Patagonia, Sierra Grande, ubicada a 1200 kilómetros de Buenos Aires. Desértica, ventosa y en ocasiones brutal. Solo unos humildes adornos en forma de lámparas rojas y cuadros de paisajes exóticos, hacen entender que los comensales del SUM provienen del otro lado del planeta. Huiyan es uno de los cerca de 100 chinos que vinieron a trabajar a la mina de hierro que explota MCC en la localidad. De aquella tropa original solo quedan un grupo de familias. Son los últimos representantes de la crisis que vive la minera que despidió a la mayor parte de su personal y suspendió sus actividades en el Sur.
A 20 mil kilómetros de su país los trabajadores chinos resisten. Deben hacerlo. El Estado y el Partido, con mayúsculas, definen su destinos laborales, no la voluntad individual. "Los alimentos son distintos, complicado conseguirlos, hay pocos y son muy caros", explica a Clarín Huiyan, originario de Hebei, a 200 kilómetros de Pekín. "Hacemos nuestros propios fideos, amasamos nuestra masa porque los fideos argentinos no se parecen a los chinos", se resigna el chef.
La empresa soporta en stand by la baja del precio del mineral. Desafectó a 550 empleados en tres años. En 2011 alrededor de 100 operarios chinos fueron enviados a Río Negro para desempeñarse en esta sucursal de MCC, gigante con operaciones en todo el planeta. La compañía arribó a la Argentina en 2005 cuando se hizo cargo de la ex HIPARSA cerrada en los 90.
Ingenieros, operarios, choferes, cocineros y personal administrativo fueron distribuidos en toda la estructura. Ante la merma de las actividades, a la mayoría se los re ubicó en otros países.
Pero a los que les tocó permanecer sólo les queda esperar. No saben hasta cuándo. "Mala suerte", dicen, pero no se desaniman. Tampoco se quejan o critican a sus jefes ni las características del país que los recibió. Cada mañana llegan a las oficinas a las 7. Se reparten en distintos sectores: desde los administrativos hasta los túneles del yacimiento. Como casi no hay nada que hacer, colaboran con otros proyectos de la propia empresa. Algunos hacen mapas, otros cálculos que envían por Internet. "Aman el trabajo. Nunca dejan de buscar soluciones", cuenta Jorge Roa, abogado de la empresa.
Los empleados chinos no eligieron venir a la Argentina. Un día se les comunicó que debían moverse a Buenos Aires. Otro avión los dejó en Viedma. Tomaron un colectivo a Sierra Grande. Y a partir de ese momento su único mundo fue la Patagonia.
"Cuando llegaron los chinos abrieron como 5 cabarets. Se creía que iban a salir a romper la noche, después se dieron cuenta de que viven en su mundo, trabajan y a la casa, y no gastan", cuenta un vecino. En una ciudad que padece una dura falta de recursos, con 50% de subempleados y desempleados y el comercio apenas sobreviviendo, los chinos nunca mostraron señales de que se iban a convertir en "buenos clientes". Consumen lo justo y necesario. No compran ropa ni artículos electrónicos. Ninguno tiene auto. Todos viven en la Villa China, un conjunto casas blancas de dos ambientes que pertenecen a MCC.
Aunque sus sueldos son bajos -18 mil pesos más un plus por desarraigo- lo ahorran en su mayor parte. Ese dinero podría significar la diferencia para cuando algún día se les autorice a volver. Aunque en su área en China ganan más o menos lo mismo, en Sierra Grande se ahorran la comida, la vivienda y la locomoción que son provistos por la empresa.
Su rutina actual es una mezcla de actividad deportiva y club social. En el SUM organizan mini campeonatos de Ping Pong y Fútbol Tenis. El billar es otra de sus aficiones. En ocasiones también invitan a comer a sus compañeros de trabajo. "Los fideos que hacen son deliciosos", cuenta uno de los argentinos.
El intercambio es complicado, pero algunos operarios chinos aprendieron palabras en español y los operarios nacionales hicieron lo propio con el idioma foráneo.
"Los trabajadores chinos se deben a su país y al partido. Van donde se les dice y trabajan. Aquí la cosa no anduvo bien, mala suerte para nosotros", explica el ingeniero Chen Qifang, su gerente general. Qifang lleva 12 años en la localidad. Es el más antiguo de los empleados que tiene la empresa en el país. Aprendió español por sí solo, mirando películas, series y leyendo.
Volver a China le resulta impensable. El honor está de por medio, señala. "La empresa pasa por una crisis, no sería correcto que yo la deje en estas circunstancias. También es difícil que encuentren a otro gerente que quiera venir acá con este panorama", subraya.
Las oficinas de MCC datan de los 70. Simples cajas soviéticas con compartimientos de color marrón. El estilo delata su medio siglo de existencia. En la oficina de Chen las banderas de la Argentina y China se erigen juntas. "Son tantas las diferencias entre China y la Argentina que no sabría por donde comenza", explica Wang Kunju (32), ingeniero en Minas, mientras come de un abundante plato de fideos.
Cuando Clarín les propone una foto al personal, los empleados chinos se ubicarán testarudamente en segundo plano. "Existen jerarquías entre ellos y son respetadas. Por eso algunos se ubicaron atrás y otros en medio y otros al frente pero al costado, el director entiende cual es la posición de cada uno", cuenta Roa.
Los túneles de la mina están vacíos. No se escuchan ni maquinarias, ni explosiones, ni poleas trasladando material. Los empleados chinos y nacionales las recorren equipados con una bomba para extraer el agua que se filtra de la superficie y que de lo contrario terminaría llenando las galerías. Las luces que salen de sus cascos abren brechas en la roca sedimentaria. Esperan que la suerte cambie
Clarín