Gracias sobre todo al cine identificamos la Fiebre del Oro con la iniciada en el año 1848 en California y que duraría casi un siglo, congregando a miles de mineros y buscadores de fortuna en un fenómeno migratorio y colonizador que, sin embargo, no fue único. Por las mismas fechas otros países como Australia, Nueva Zelanda, Brasil, Canadá o Sudáfrica experimentaron el mismo fenómeno y, de hecho, se pueden rastrear procesos parecidos en el antiguo Egipto y en el Imperio Romano.
Las fiebres del oro comenzaban generalmente con el descubrimiento de oro aluvial, en los sedimentos de los cursos fluviales, y su extracción requería una inversión mínima (una bandeja de bateo y tiempo) y prácticamente ninguna formación. Claro que ese oro casi en superficie se agotaba rápidamente, en unos pocos años, lo que requería cada vez más inversiones y capacidad técnica para acceder a las vetas en profundidad.
En el caso que nos ocupa, el Australiano, la principal fiebre del oro sucedió en los estados de Nueva Gales del Sur y Victoria a partir de 1851. El gobierno australiano incentivó la migración masiva hacia estos lugares, invirtiendo grandes cantidades en infraestructuras para acomodar y facilitar el asentamiento de los mineros y buscadores. Algunos, los menos, se hicieron ricos mientras que la mayoría terminó por dedicarse a la agricultura, quedándose definitivamente gracias a las facilidades para obtener grandes extensiones de tierra en propiedad.
El elemento icónico común a todas las fiebres del oro son las famosas pepitas, piezas naturales de oro nativo (un metal nativo es aquel encontrado en su forma metálica, puro o como aleación) encontradas generalmente en cursos de arroyos y ríos. Nunca son puras en su composición (lo que correspondería a 24 kilates), sino que varían de unos lugares del mundo a otros, generalmente entre 20,5 y 22 kilates (lo que equivale a una pureza de 83 a 92 por ciento). En Australia suelen ser de 23 kilates e incluso más, mientras que Alaska estaría en el nivel más bajo de pureza.
Sería precisamente en el estado australiano de Victoria donde se encontró la pepita de oro más grande conocida. Los afortunados buscadores que la descubrieron se llamaban John Deason y Richard Oates, que se toparon con ella a apenas tres centímetros de profundidad al pie de un árbol cerca de la localidad de Moliagul. Era tan grande que en el momento del hallazgo no había balanzas capaces de medir su peso, así que se la llevaron a un herrero que la partió en tres pedazos. Su peso total rondaba los 110 kilogramos y fue bautizada como Welcome Stranger (Bienvenido, forastero).
Rápidamente la llevaron a un banco en Dunolly, que les adelantó la nada despreciable cantidad de 9.000 libras (el precio final obtenido serían 9.381, lo que equivaldría a 2,3 millones de libras esterlinas actuales, unos 2 millones de euros). De ella se consiguió extraer casi 72 kilogramos de oro fundido que se convirtió en lingotes, trasladados al Banco de Inglaterra el 21 de febrero de 1869.
En el lugar donde se encontró se erigió un obelisco conmemorativo en 1897, mientras que una réplica de la pepita puede verse en el museo municipal de Melbourne. Deason y Oates acabaron sus vidas como granjeros, el primero en 1915 a los 85 años, y el segundo en 1906 a los 79 años.
Evidentemente la Welcome Stranger ya no existe. La pepita de oro más grande que podemos contemplar hoy en día es la llamada Pepita Canaa, que se encontró el 13 de septiembre de 1983 en la mina Serra Pelada del estado de Pará en Brasil. Pesa 60,8 kilogramos brutos y se estima que contiene 52,33 kilogramos de oro. Se puede ver en Museo del Banco Central de Brasil.
Fuentes: Gold Net Australia Online Magazine / The Welcome Stranger (NZ Truth) / MoneyWeek / Wikipedia.
Por Guillermo Carbajal
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